Cuando hablamos a nombre
de la sociedad y pretendemos convertir nuestro criterio en un sentimiento
generalizado, ¿lo hacemos de manera objetiva?
Tengo la sospecha de que,
muchas veces, la respuesta es no. Que cuando decimos “la sociedad, el país, los
ciudadanos, la gente, la mayoría, las minorías” en realidad estamos hablando
desde nuestra subjetividad.
Subjetividad que, muchas
veces, cuando hacemos opinión, suele traicionarnos.
Como un espejo cóncavo o
convexo que desfigura nuestra imagen y nos hace ver más altos o delgados, más
gruesos o pequeños, ella suele hacernos caer en la trampa de mirar los hechos
distorsionados.
Y el peligro es mayor cuando
nuestras opiniones se construyen desde la mesa de nuestro escritorio o desde el
teclado de nuestro computador, sin sentir la calle, sin compartir los
sentimientos colectivos o sin escuchar lo que la gente está diciendo.
Opinar sin hacer
reportería previa no es la mejor manera de proponer debates o deliberaciones
sobre los grandes temas que todos necesitamos conocer, reflexionar, asumir y
tomar decisiones.
Una opinión de calidad
puede lograr grandes consensos o puede profundizar grandes desacuerdos.
Pero, más allá del
resultado, al articulista le toca cumplir su deber esencial: respirar calle y
sentimientos y escribir con los pies en la tierra sobre hechos concretos, no
sobre escenarios hipotéticos y, peor, viscerales.