En un principio, Tim Berners-Lee imaginó Internet como un medio para que los científicos pudieran poner en común los resultados de sus investigaciones. Pero al poco, todos acabamos enganchados a Internet.
Y, cuando empezamos a hacerlo, no fue para un propósito tan
noble como la investigación científica. Más bien al contrario: cuando se suponía
que teníamos que estar trabajando, nos dedicamos a enviarnos vídeos de bebés
riendo, de explosivas mezclas de Mentos y Coca Cola, o de chimpancés metiéndose
el dedo en el culo.
Pronto se hizo evidente que nos gustaba compartir cosas y
dejar nuestra pequeña impronta en cada envío, enriqueciendo así el contenido
original con nuestra particular personalidad.
Estábamos empezando a deambular por un medio completamente
nuevo.
No era como la televisión, donde nos sentábamos
tranquilamente sin más y consumíamos lo que nos daban. Era un medio plural,
donde podíamos crear contenido y compartirlo al instante con nuestros amigos.
Es más, de repente, intercambiar se convertía en algo habitual. Comparto, luego
existo.
Los medios sociales han desbancado al porno como la
actividad número uno en internet. Si Facebook fuera un país, sería el tercero
más grande del mundo. Cada mes, los usuarios comparten entre sí 25.000 millones
de elementos. Pero, ¿todo esto se limita a una diversión inofensiva para
trabajadores de ofi cina aburridos y adolescentes a los que les sobra el tiempo,
o existe alguna aplicación práctica para este fenómeno social?
De hecho, ¿podría tener algún efecto sobre nuestro
comportamiento?
Hay pruebas que sugieren que así es.